Cuando hablamos de moral debemos entender el contexto actual de la palabra y referirnos a la moral del ser humano, como una moral, que en su logica misma presupone una parte buena y una parte mala. Esta quiza sea una visión intuitiva, más o menos superficial, y más o menos consciente, que comparten muchos.
Hoy incluso la teología ha insistido en que los humanos podemos ser igual de receptivos a la tentación del mal que a la invitación al bien se trata pues de una versión maniquea, dualista y bipolar, la cual se ha reduce en el gran conflicto cósmico del que nos hablan las Escrituras judeocristianas.
La cuestión relativa a la condición moral del ser humano es tan vital como frecuentemente ignorada por la historia del pensamiento. La historia del pensamiento se ha limitado, la mayor parte de las veces, a pasar de puntillas, o de soslayo, sobre ella, con la lógica consecuencia de que han sido ya demasiados los sistemas éticos, sociales, políticos, ideológicos e incluso utópicos abocados a darse de bruces con la realidad. Dicha cuestión forma parte fundamental de la pregunta por la naturaleza ontológica del hombre, es decir, la que inquiere por su ser y su composición global y elemental .
A menudo no se tiene lo bastante en cuenta que la respuesta básica que se dé al asunto ontológico condiciona mucho la que se ofrezca, a su vez, para resolver la cuestión de la moralidad intrínseca al ser humano.
El dualismo antropológico se acompaña de un dualismo moral y de un a riesgo de simplificar un poco, podemos afirmar que tanto la filosofía (neo)platónica como la religión católica romana tienden a correlacionar la “parte espiritual” del ser humano con su tendencia al bien; y la “parte material” ,con su inclinación al mal.
La trayectoria de la humanidad, en el marco espacio-temporal en vigor, ha estado, está y estará inexorablemente abocada al mal, por la sencilla razón de que el ser humano porta una naturaleza caída. Con semejante base, y en dicho marco, es imposible otro destino.
¿La historia humana no ha logrado jamás escapar al mal pero, ¿acaso no ha habido en ella ni un solo período, por breve que haya sido, de auténtico progreso moral, siquiera en algunos ámbitos espacio-temporales?
Se dirá y volverá a decir que el hombre es un “ser racional”; y otros responderán, e insistirán, que no, que lo que define al ser humano es justamente lo contrario, su irracionalidad. O, mediante otras tentativas, se nos recordará que la nuestra es la única especie capaz de hablar, o de reír, o de experimentar autoconciencia…
Al margen del grado de acierto, no pequeño, de cualesquiera de esas definiciones, lo importante es que ninguna de ellas llega al meollo de la problemática humana, a su gran circunstancia..
Esta condición verdadera, esta gran circunstancia trágica que es la única de verdad relevante para el hombre, tiene la forma de una tremenda paradoja: El ser humano debe pero no puede.
La maldad humana es, en realidad, la impotencia para el bien, que nos es ajeno por naturaleza. No podemos obrar el bien y, sin embargo, algo dentro de nosotros, pero ajeno a nosotros, nos exige que lo hagamos.
Confrontada por la ética a hacer el bien, y no sólo a título meramente formal y externo, sino íntimo y auténtico, mi naturaleza se rebela y clama: “¡No puedo!” Pero la voz de la conciencia no cede por ello en su exigencia: “¡Debes!” ¿Cómo puede ser esa voz un emisario de Dios, concebido éste como el sumo amor? No podría serlo, no podríamos hablar de un Dios-Amor, salvo que ésa no fuera la única forma en que él interviene en nuestras vidas…
La Biblia nos dice, por cierto, que Dios no se limita a decirme “¡Debes!”; también se ofrece a salvarme de mi impotencia (“Ahora no puedes, pero gracias a mí podrás un día…”). A través de esa voz (el “¡Debes!” que ha insertado en mí) me apremia a darle la razón a mi naturaleza, a hacer mío su grito: “¡No puedo!” He ahí la humildad (ver Modestia y humildad), que no es otra cosa que el reconocimiento de mi impotencia, de que sin ayuda externa jamás podré llegar a cumplir con lo que me exige el “¡Debes!”.
La propuesta esperanzada del cristianismo bíblico (ver Mateo 11: 28-30; Romanos 7: 15-25) es justamente ésa: “Admite tu debilidad, reconoce tu impotencia, no niegues tu maldad natural. Y arrójate, como un niño, en los brazos de Quien puede dejar la gran paradoja humana convertida en un macabro recuerdo del pasado.”
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