Existe una reflexión, jamás interrumpida pero que se expresa únicamente de vez en cuando, sobre la exigencia comunista, sobre las relaciones de esta exigencia con la posibilidad o imposibilidad de una comunidad en un tiempo en que esta parece haber perdido hasta la comprensión, en fin, sobre el vicio de lenguaje que tales palabras, comunismo, comunidad, las cuales encierran algo diferente a lo que puede ser común a los que pretendían permanecer a un conjunto, aun consejo, a un colectivo, así fuere prohibiéndose formar parte de él, bajo cualquier forma que sea.
Cuando hablamos de comunismo, comunidad, nos encontramos con terminos formados en la medida en que la historia nos lo hace conocer sobre un fondo de desastre que va mas allá de la ruina. No existe tal cosa como conceptos deshonrados o traicionados, sino conceptos que no son convenientes sin su abandono propio – impropio. Sea lo que fuere que deseamos, estamos ligados a ello precisamente por su defección.
“El Comunismo es la cuestión mayor y la experiencia principal de mi vida. No he cesado de reconocerme en las aspiraciones que expresa y siempre creo en la posibilidad de otra sociedad y de otra humanidad.”[1]
El comunismo se basa en la igualdad, este concepto es su fundamento, al no existir igualdad, no hay comunidad ya que mientras las necesidades de todos los hombres no estén no estén igualmente satisfechas, no estamos ante una sociedad perfecta, sino el principio de una humanidad transparente, producida esencialmente por ella misma, inmanente en el sentido del hombre en el hombre, lo cual designa al hombre como un ser absolutamente inmanente, porque el es o debe devenir enteramente obra, su obra y, por fin, la obra de todo; no hay nada que no deba ser formado por él.
La exigencia de una inmanencia absoluta tiene como respuesta la disolución de todo lo que impedirá al hombre plantearse como pura realidad individual, tanto más cerrada cuanto mas abierta a todos. El individuo se afirma, con sus derechos inalienables, su rechazo a no tener mas origen que el mismo, su indiferencia a toda dependencia teórica frente a otro que no fuere individuo como él, es decir él mismo, indefinidamente repetido, ya sea en el pasado o en el porvenir – mortal e inmortal: mortal en su imposibilidad de perpetuarse sin enajenarse; inmortal, pues su individualidad es vida inmanente que no tiene termino en ella misma.
La reciprocidad del comunismo y el individualismo, revelada por los partidarios más austeros de la reflexión contra rrevolucionaria y también por Marx, nos lleva a poner en duda la noción misma de reciprocidad. Pero si la misma relación del hombre con el hombre deja de ser la relación de lo Mismo con lo mismo e introduce al Otro como irreductible y, en su igualdad, es otra suerte de relación la que se impone e impone otra forma de sociedad que apenas osaría llamarse comunidad.
“el perfecto desorden es la regla de una ausencia de comunidad. O más aún: a nadie le es posible no pertenecer a mi ausencia de comunidad.”[2].
Es cierto que de 1930 a 1940, la palabra comunidad se impone a su investigación más que en los periodos que seguirán aun cuando la publicación de LA part Mudite y, más tarde de L´ërotisme prolonga temas casi analogos, que no se dejan subordinar. Se puede decir que la exigencia política nunca ha estado ausente de su pensamiento, pero que adopta formas diferentes según la urgencia interior o exterior.
“Escribir bajo la presión de la guerra no es escribir sobre la guerra, sino en su horizonte y como si ella fuera la compañera con la cual se comparte el lecho.”[3]
¿Por qué Comunidad? La respuesta se da en la base de todo ser, ya que existe un principio de insuficiencia, este es un principio que manda y ordena la posibilidad de un ser, donde resulta que esta carencia por principio no va a la par con una necesidad de completud. El ser, insuficiente no busca asociarse a otro para formar una sustancia de integridad. La conciencia de la insuficiencia viene de su propia puesta en cuestión, la cual requiere del otro o de otro para se efectuada. Solo, el ser se cierra, se adormece y se tranquiliza. O bien esta solo, o no se sabe solo mas que si no lo esta. La sustancia de cada ser esta impugnada por cada otro sin descanso. Incluso la mirada que expresa el amor y la admiración se liga a mí como una duda concerniente a la realidad. Lo que yo pienso, no lo he pensado solo.
El ser no busca ser reconocido, sino ser impugnado: va, para existir, hacia el otro que lo impugna y en ocasiones lo niega, a fin de que no comience a ser sino en esta privación que lo vuelve consciente de la imposibilidad de ser él mismo, de insistir como ipse o si se quiere, como individuo separado: así quizás existiría, probándose mas como si exterioridad siempre previa, o como existencia de parte a parte manifestada, no componiéndose mas que como si se descompusiera constante, violenta y silenciosamente. así la existencia de cada ser llama al otro a una pluralidad de otro.
De esta manera llama a una comunidad, comunidad finta, pues tiene, a su vez, su principio en la finitud de los seres que la componen y que no soportarían que la comunidad se olvide de llevar a un más alto grafo de tensión la finitud que los constituye. La comunidad sea o no numerosa parece ofrecerse como tendencia a una comunión, a una efervescencia que no reunirá los elementos mas que para dar lugar a una unidad que se expondría a las mismas objeciones que la simple consideración de un solo individuo, cerrado en su inmanencia.
La comunidad no ha de extasiarse ni disolver los elementos que la componen en una unidad superior que suprimiría así misma al mismo tiempo que se anularía como comunidad. La comunidad no es, la simple puesta en común de una voluntad compartida de ser entre muchos, aunque fuera para no hacer nada, es decir, no hacer nada mas que seguir compartiendo algo, que parece sustraído a la posibilidad de ser considerado como parte de lo compartido: palabra, silencio.
Si la existencia humana es existencia que se pone radical y constantemente en cuestión, no puede guardar en ella misma esta posibilidad que rebasa, de otro modo haría falta siempre una cuestión de la cuestión.
¿Qué es aquello que me pone más radicalmente en cuestión? No mi relación conmigo mismo como finito o como conciencia de ser en la muerte o para la muerte, sino mi presencia en el prójimo en tanto que este se ausenta muriendo. Mantenerme presente en la cercanía del prójimo que se aleja definitivamente muriendo, tomar sobre mi la muerte de otro como única muerte que me concierne.
Muriendo no únicamente te alejas, estas todavía presente, pues he aquí que concedes este morir como la concesión que rebasa toda pena, y donde uno se estremece suavemente en lo que desgarra, perdiendo el habla contigo, muriendo contigo sin ti, muero en tu lugar, recibiendo este don mas allá de ti y de mi.
Lo que funda una comunidad es la existencia de algo común, un acontecimiento primero y ultimo que en cada uno deja de serlo. La comunidad asegura una especie de no – mortalidad, un yo no muero, ya que la comunidad continua. La comunidad no teje el vínculo de una vida superior, inmortal, entre los sujetos, la comunidad esta constitutivamente ordenada para la muerte de aquellos que considera sus miembros. En efecto, miembro remite al concepto de una unidad suficiente que se asocia mediante un contrato, o bien por la necesidad de sus requerimientos, así mismo por el reconocimiento de un parentesco de sangre o de raza, aun de etnia.
Ordenada para la muerte, la comunidad no esta ordenada para su obra. La comunidad no opera en la transfiguración de sus muertos en alguna sustancia o algún sujeto – patria, suelo natal, nación ... falansterio absoluto o cuerpo místico.
Si la comunidad se revela por la muerte de los demás, es porque la muerte es ella misma la verdadera comunidad de los seres mortales. La comunidad asume la imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de un ser comunitario como sujeto. Una comunidad es la presentación en sus miembros de su verdad mortal. Es la presentación de la finitud y del exceso sin retorno que funda el ser – finito.
La comunidad no es una forma restringida de la sociedad, no tiende a la fusión como algo común, a diferencia de una célula social, se prohíbe hacer obra y no tiene por fin valor de producción, de esta manera podemos darnos cuenta que la comunidad no sirve para nada, sino para tener presente el servicio a los demás hasta en la muerte, con el fin de que el prójimo no se pierda solo, sino que se halle suplementado, el mismo tiempo que a porta a otro este suplemento que se le procura.
En la vida se necesita mantenerse a la altura de la muerte. La recompensa de un gran numero de vidas es la pequeñez. Una comunidad no puede durar más que en el nivel de intensidad de la muerte, la comunidad no es el lugar de la soberanía, la comunidad es lo que expone, incluye la exterioridad de ser que la excluye. Exterioridad que el pensamiento no domina, así fuere dándole nombres diversos: La muerte, la relación con los demás o aun la palabra, cuando ésta no está replegada en maneras parlantes y así no permite ninguna vinculación con ella misma. La comunidad, en cuanto rige para cada uno, para mi y para ella, un fuera de si que es su destino, da lugar a un habla que no se comparte y sin embargo es necesariamente múltiple, de tal forma que no puede desarrollarse en palabras: siempre ya perdida sin uso y sin obra y no magnificándose en la perdida misma.
La comunidad en su mismo fracaso, toma partido por cierta suerte de escritura, aquella que no tiene otra cosa que busca que las palabras ultimas: Ven, ven, venga, usted o tú a quien no ha de convertir el mandato, la plegaria, la espera. Los miembros de la comunidad no son únicamente la comunidad, sino la encarnación violenta, disparatada, explosiva, impotente, del conjunto de seres que tienen por corolario la nada donde ya han caído de antemano. Cada miembro no forma grupo más que por el absoluto de la separación que tiene necesidad de afirmarse para romper hasta devenir la relación, relación paradójica, aun insensata.
La comunidad de Acéphale, en la medida en que cada miembro llevaba no únicamente la responsabilidad del grupo sino la existencia de la humanidad entera, no podía cumplirse en solo dos de sus miembros, pues todos tenían en ello una parte igual y total, por lo que se sentían obligados a precipitarse en la nada que la comunidad encarnaba también. La comunidad organizándose y dándose como proyecto la ejecución de una muerte sacrifical, habría renunciado a su renuncia a hacer obra, ya fuese las de la muerte o hasta la de simulación de la misma. La imposibilidad de la muerte en su posibilidad más desnuda suspendía hasta el fin de los tiempos la acción ilícita en que se habría afirmado la exaltación de la pasividad más pasiva.
El sacrificio en la comunidad, es un sacrificio que librándola al tiempo dispensador que no le autoriza, ni aquellos que a ella se dan, ninguna forma de presencia, y los devuelve a la soledad que, lejos de protegerlos, los dispersa o se disipa sin que ellos se reencuentren así mismos o juntos. El don o el abandono es tal que, en ultima instancia, no hay nada que dar ni nada que abandonar y el tiempo mismo es solo una de las formas en que ese nada que dar se ofrece y se retira como capricho del absoluto que sale de si dando lugar a otro diferente de si, bajo la especie de una ausencia.
Acéphale fue la experiencia común de aquello que no podía ser compartido, ni guardado como propio ni reservado para un abandono ulterior. La comunidad de Acéphale no podía existir como tal, sino únicamente como la inminencia y la retirada inminencia de una muerte más cercana que toda la proximidad, retirada previa de aquello que no le permitía a uno retirarse.
La muerte del otro libera el espacio de la intimidad o de la interioridad que no es nunca el de un sujeto, sino el deslizamiento más allá de los límites. La experiencia interior dice así lo contrario de lo que parece decir: movimiento de impugnación que, viniendo del sujeto, lo devasta, pero que tiene como mas profundo origen la relación con el otro que es la comunidad misma, comunidad de iguales que los somete a prueba de una desigualdad desconocida, de modo tal que no subordina a unos y a otros, sino que los vuelve accesibles a lo que hay de inaccesibles en esta nueva relación de responsabilidad.
Bibliografía:
Maurice Blanchot, La Comunidad Inconfesable, ed Vuelta, 1992.
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